28 de abril de 2015
Son las 9, está empezando a anochecer y el cielo se colorea
de tonos naranjas y violetas. Sopla un poco de viento. Una pantalla de cine colocada
en las escaleras entorpece el paso, el lugar donde horas antes se paraban los
turistas para hacerse fotos con la ciudad de fondo. Mientras que una veintena
de jóvenes beben cerveza en la improvisada terraza montada para ver un ciclo de
cortos, un chico prepara los cartones que le servirán como lecho esta noche al
abrigo de unos soportales, apenas a diez metros de la pantalla. Esto es
Bruselas, un pequeño espacio donde conviven distintas vidas ajenas las unas a
las otras. Más abajo, en la escalinata a los pies de la estatua ecuestre, un
hombre perjura en italiano dirigiéndose a un público invisible.
Bajo unos árboles en flor se forma un remolino y los pétalos
rosados empiezan a girar. Huele a patatas fritas, un bebé llora, los últimos turistas
deambulan y a mi lado pasan rápido tres
adolescentes hablando una mezcla de inglés,
francés y neerlandés. Ahora llego frente a la tienda de jabones, absorbo el olor
a lavanda. Una chica rubia canta y toca la guitarra en una esquina.
Todos se arremolinan sobre calles adoquinadas, adoquines separados
por grietas por las cuales algunos se
cuelan, y otros saltan.
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